jueves, 17 de febrero de 2011


Llevaba tiempo haciéndolo. Siempre con el vértigo que produce una sala llena de espectadores dispuestos a disfrutar el dinero que han invertido. Siempre con la confianza de llevar las cosas bien preparadas. Y siempre con un pequeño margen para el fallo del directo, manteniendo así la tensión y adrenalina imprescindibles para que la atención y entusiasmo por hacer algo no decaigan.

Se repetía el mismo ritual desde hacía un par de años, varias veces por semana, desde que convirtió el teatro en su forma de vida y no en un simple hobby pasajero. Muchas mierdas y enhorabuenas, expectación, suspiros y aplausos finales; le encantaba poder controlar los sentimientos de las personas, provocar reacciones y meterse en el interior de cada cual, y todo con medios humanos sin efectos especiales ni artefactos espaciales. Era un todo imprevisible que terminó por tener un aire bastante programado con poco espacio para las sorpresas. Casi como en cada trabajo, se convirtió en rutina aquello de prepararse, concentrarse y salirse en cada actuación, ya sin necesidad de un par de lingotazos de whisky para calmar los nervios antes de tirarse al vacío. Haciendo lo que más le apasionaba, había llegado a sentirse como una más, con el común denominador del aburrimiento que puede llegar a producir la tarea repetida hasta la saciedad.

Entonces dejó de pensárselo más y de quejarse sin actuar. Quiso hacer lo que mejor sabía sin que resultara rutinario ni previsible, y lo hizo. Se metió en el vagón de un tren cualquiera a cualquier hora punta de un día de diario, y no le costó mucho llenar el patio de butacas. Colocó utensilios básicos que rápidamente levantaron la atención de los más curiosos: una percha colgada de la barra para agarrarse y no caerse, de la que a su vez colgaban dos muñecos de algodón. Y sin hacer esperar más, se tiró desde el precipicio más grande, con el público más imprevisible que jamás había tenido colocado a un metro de distancia, y ofreció lo que nadie le había pedido durante 4 minutos y medio. Y lo consiguió: callar conversaciones, abrir bocas y ojos, levantar miradas de dispositivos electrónicos y best sellers. Y lo que más le gustó: levantar aplausos de un público que no está obligado a aplaudir.

jueves, 10 de febrero de 2011

 Admito en voz alta que no pocas veces he sido tentado en coger mi esperanza y lanzarla sin más a la fosa común donde yacen los sueños que nos diferencian.